domingo, 28 de diciembre de 2008

Mercado de pulgas (anáfora global)


Venderé mis viñedos a las aves -venderé sus nidos-
El agua venderé a la luz del sol -me apropiaré del sonido-
El sol venderé a las plantas verdes -vendo atos de clorofila-.

Soy el vendedor de miserias que me las van a comprar.
Quiero vender este aire que apesta y se pudre -se putrefacta-
Quiero vender los mendigos, los ladrones que hay en mi ciudad,
en mi país, en el continente.

Tengo en promoción ciertos odios, ciertas dudas,
las infamias que recorren por la calle, los cables televisivos, las repetidoras.
Quiero exibir las heridas, mostralas, las tasen, las pongan precio.
Vendo en gran rebaja mis pasiones, la enfermedad que me afecta.

Vendo esos niños de dientes podridos que rien,
Vendo sus huesos todavía flexibles, sus juegos violentos.
Pongo en vitrina y muestro sus manos ennegrecidas del ollín de las aceras,
Seré garante de sus raterías y de su trabajo interminable,

Vendo sus ojos entristecidos, los vendo barato,
Vendo sus amanecidas, sus amarillentos labios,
Y sobre todo, su trabajo interminable.

Vendo la lluvia ácida, la radiación en las palabras,
Vendo el amianto, el asbesto, el plutonio esparcido,
el monóxido de carbono de los pulmones.
Vendo el plomo del cerebro, la idiotez les vendo,
Vendo el detergente caústico del corazón desbaratado,
Vendo el abandono del anciano, vendo su pensión y sus orines.

Traigo de mi tierra traiciones que también las vendo :
Un soldaducho de paja para que jueguen los cuervos,
Vendo un vómito de ministros, vendo la estafa.
Revendo a mis ambiguos hermanos, a mis falsos amigos.
Vendo bien presentados hambrientos,
hombres a ratos, a veces ratas infames. Las vendo.
Vendo amas de casa sin suerte, vendo putas en desempleo, vendo sidosos.

Vendo la zona del bosque con árboles asfixiados,
Vendo el trópico embarrado de valioso hidrocarburo,
Vendo peces intoxicados, vendo la fauna extinguida.

Le vendo al delincuencial mediodía.

Mi fardo está lleno, mis intestinos también ¡es una ganga !
Vendo mis heces fecales, mis pensamientos sobre la muerte.

Vendo la escoria aprendida en la escuela, en la U y en el cinema.
Vendo la deyección que mi cuerpo transpira
Vendo el contacto continuo con vosotros, el deambular de los gentiles,
El reloj puntual, el autobus ruidoso, cargado y solitario. Todo esto vendo.

Vendo para ustedes mis injurias, ¡compren !
Tengo mentiras entaladas, dichos repetitivos y vanos vendo.
Vendo vuestro silencio con ventaja
Su suculenta hipocresía, brotes frescos de palabrería vendo.

Cómprenme la noche y el día aunque no fueran mías
Cómprenme ese sembrío de ensueños
Esa masa de pobres en embalajes de tierra.

Vendo mis pies que ya no caminan, mis ojos enfurecidos.
Compren el desprecio que guardo para con dios y los suyos.

Vendo la voz marchita, esta voz callada de los nunca escuchados.

Compren y ganen mi vida, mi pueblo, mi suerte.

Cómprenme sin dinero
Que en la próxima esquina
muero.

Ginebra, XXVII – IV - MMIV

La eternidad de la poesía - El poeta Santiago Montobbio

La eternidad de la poesía
El poeta Santiago Montobbio
Ricardo Torres Gavela

- I -

Cuesta mucho, ahora, en esta época de angustia planetaria, de extinciones masivas, inmediatas e irreversibles; de inmersiones en las que sucumbe el agua dulce, se desintegra, inánime, el liquen, mueren, sin piedad, orquídeas y achupallas; en tiempo de derretimientos, en el que se agota la vida de la roca, se desnuda la nieve perpetua, se extravía el sentido de la risa y la alegría; es difícil, digo, ahora, encontrar; es tarea incauta, en este instante, buscar siquiera, agotando la mirada entre los sueños de los demás; es hasta vano, mantener en curso la esperanza de un hallazgo maravilloso, de una fuente de donde emane, en verdad, clara, límpida y revivificante, el hálito refrescante de la poesía.


La lírica es una mariposa extraviada en la hecatombe de la asfixia, en donde deambula pomposa e impoluta, la escritura contemporánea. Tanta rudeza la ha manoseado, que sus alas desempolvadas de su colorido cósmico, aparecen con ese “halo de la conciencia falsa cuyo incansable agente es la moda”[1]; tal ha sido su fragilidad vital, que, impelida por la caza, ha posado el ritmo de sus ricos cantares en bocas fétidas de productores publicitarios, de diversos gañanes; lánguida e insatisfecha, con inicuo desparpajo, es llevada cautiva a los escenarios del polvoroso mundillo de carcomas en jubileo.


Pero no por este peligroso paso sobre la liana eléctrica de la civilización desentendida, la poesía haya sido abominablemente guillotinada y condenada a la tristísima bancada de suplencia, de abandono y de apego a engomados y enclenques destripadores literarios. No, la realidad subyacente del poema vital, que no todos aprehenden, se manifiesta sin temor, aún en este instante del vivir actual, en nichos de supervivencia original, con luces de huracán incontenible.

La poesía, cual incruenta partícula de la composición del aire, expande el despertar de quien no la atenta ni destruye. Se eterniza en los corazones de los seres que, aptos para inspirarla, la expelen al infinito.


Así, en la búsqueda del sentimiento de la condición humana neta e impretensiosa, a ritmo de conciertos unívocos, avanza la poesía escrita. ¡Hela aquí! de mano y pluma de un poeta contemporáneo de lengua castellana, de brisa mediterránea, de glauca sensibilidad nacido: Santiago Montobbio, bardo catalán, quien ve el mundo por vez primera, en Barcelona, en el año 1966, año previo de revuelas juveniles europeas.


De sus libros publicados he tenido la oportunidad de conocer: “Hospital de inocentes”, “Tierras”, “Ética Confirmada” y “El Anarquista de las Bengalas”, leído en concomitancia al paso de mis propios pasos.

Leo en sus poemas la confirmación de su saber hacer, de su conocer el tremendo clamor de los espíritus contemporáneos, la capacidad de construir con la lana del verso, los tintes apasionados y el alimento inagotable que repasa en cada página estampada de sus poemarios.

Es entonces, desde su propia voz, que asola su arremetida en parte corporal y alma, para otorgar y otorgarse la verdad, que la palabra brinda a la experiencia vital; el poeta se confiesa y nos confiesa:



Confesión última

De entre las mentiras una de las que prefiero

es la luna. Antigua o perdida, ni los locos

la creen, y con sus torpes palabras pueden

fabricársele torpes vestiduras. Porque

el poeta -gata falsa- a veces no está

para cielos o pájaros es por los que os hago

una confesión última. De la noche

no hablo. Porque sin engaño o niño

cómo osar decirte

que la noche es mentira.


Quedo satisfecho y levanto la vista del papel, constriño mis párpados, aparto las pantallas; me regocijo y reposo en elevado lecho, cual fuente de límpido líquido que jamás ha sido tocada.

Montobbio publicó un conjunto de poemas escritos entre 1985 y 1987, bajo el título “Hospital de Inocentes”, cuya primera edición se produjo en Madrid, en el mes de enero de 1989: De él, en una copia de la carta que Juan Carlos Onetti enviara al autor agradeciendo sus versos, leo lo siguiente: “de manera misteriosa siento que coincide con mi estado de ser cuando estoy escribiendo”. En mi sentimiento táctil de lectura sobre sus poemas obtengo, sin lograr explicármelo, una forma de inmersión en una pócima que embriaga sin cesar mi ser individual y mi compromiso colectivo e, igualmente, me nutro, en ídem, de un extraño misterio.


Pero, el hallazgo de una joya en el camino, impele a escarbar más allá del espacio inmediato, sobre nuestras propias “Tierras”, al interior de este mundo de seres extraños , de ojos de jade inextinguible, de inigualables soledades en la sombra despeñada, en donde encontramos, como especie única de corazón palpitante, la voz del poeta en franco manifiesto.



Manifiesto inicial del humanista

La causa de las palabras, que para nada sirven,

o para vivir tan sólo, es una causa pequeña.

Pero si cada día sabes con mayor certeza

que no sólo repudias las coronas

sino que cada vez te dan más asco;

si en verdad no quieres hacer de tu ya arruinada inteligencia

una prostituta mercenaria que venda sus pechos o su alma

a cualquier hijastro del dinero o si, sencillamente,

poco necesitas y tan sólo te importa soportar

con dignidad la vida y sus tristezas

mejor será que asumas desde ahora

la inevitable condena de la soledad y del fracaso

y que como luminoso o ciego abandono de estrellas

a esa pequeña, muy ridícula causa ya te abraces,

que del todo lo hagas y que en tu habitación vacía

las palabras del fuego sean ceniza, que se asalten

y persigan, que tengan frío, en su noche

a solas, por decir tu nombre.


La poesía de Santiago Montobbio truena sobre el árido pastizal de la lírica actual y reverdece mis ánimos.


- II -


Me detengo, ahora en el libro de poemas intitulado: “Anarquista de las Bengalas” y si bien he necesitado beber es porque hay sed en las páginas y he calmado esa sensación de paladar pegado; muchos fluidos pasan sin ser saciables, pero éste ha saciado la sed y ha colmado mi espíritu.

En un desierto con numerosas fuentes, aguas infectas o putrefactas, ácidas, tóxicas o envenenadas, el diáfano frescor de un verso es cristal perfecto:


“…mi poesía sólo puede valer lo que mi vida” advierte con fuerza simbiótica a lo que escribe el poeta.

Santiago Montobbio es un humanista sin medida, aquí y allí, en Tierras Fértiles, donde brotan, sin alquitrán, seres perfectos que, de su aliento, salta y crece minúscula “la causa de las palabras…” voluta rica en inmensidad detonante sobre el yelmo léxico abatido del cotidiano.


Lio sus versos con manos desoladas por ese mismo vivir, me visto sobre el poyo abandonado que mi sed aguarda y leo a ciegos y miserables seres urbanos “desde mi ventana obscura”, acudo a “todos mis nadies” irrespondido; pero, aterido en esos fluidos apabullantes que destila el grito de un “anarquista de las bengalas”, es esa expresión embriagadora de un trapiche que no cesa escanciar sentencias: cazador cazado; su poema es “arma, a la vez presa” que mira dentro la hendija del hastío la “repetida estancia de la vida”. Excelsa en excelsitud de la nada su “Ultima carta”, poesía que llega desde la profundidad y angustia del viaje nunca emprendido.


Leo con mística paciencia el libro “El Anarquista de las Bengalas” del poeta barcelonés Santiago Montubio, leo en voz alta y produzco sensaciones en espíritus fraternos que escuchan con sencilla pérdida, sin tiempo ni espacio, sin prisa ni talego; es la Poesía en el alma, de la que es menester, para adentrarse al poeta, recordando afirmaciones innegables del sabio ecuatoriano: Juan Montalvo.

Es de profundizar por fuerza en él, el que escribe, el que suicida porque “por los poemas hay que dar la vida” o mendicante ante venales pizarras de excremento: “ni un duro”, porque la vida no se vende “ si el vivir es ya algo ajeno” y el duro no llega a comprar ni a durar en la nada, mucho menos recorrer la metáfora: el poema emite sincrónicos quejidos que alienta, embarra el corazón, símiles escondrijos a sinnúmeros en punto.


El poeta Montobbio “habla en plural para fingir no estar solo”, es ácrata enterrado entre bullangueras soledades y pisadas, en improntas divagantes. En el poema “Descendencia única” accedo inevitable al llanto cósmico de “Hombre”, llevado “en los alambres de Dios” donde, en principio de divagación en el exilio de nadie, vuelve a retratar el consternado y apasionado vuelo de Blas de Otero. El poeta aclama la imposibilidad de plasmar el poema en “Geografía”, se muestra solo en compañía, es intemporal en el ataque verbal, perenne como una cascada que pide nombres, su maná nutre el papel con ansiedad; retira su reflexión al todo y encuentra su intimidad coloquial a fuerza de estar en la constante, solo, dentro la clepsidra del ahogo; nutre al lector de magníficas imágenes en secreto, lo lleva encarcelado al impasse de ciertas ocasiones donde el verso encuentra exangües, anémicas sombras de pájaros muertos.



Figura

No cuento estrellas por tu cuerpo,

y si or él navego mis manos saben

que rebanadas de sombra cortan

para pájaros muertos. Otras veces

atravieso los raíles del miedo

y recuerdo nombres con pestañas

con las que podría tejer versos

que dijeran que yo aún

estoy más muerto.


Se acerca, allanado, el alma de poeta al sarcasmo trizado de saberse aún unánime con los demás, altera el humor de la certeza, ríe con el látigo del fin multiplicado. Sin embargo, el anarquista, en instantes, tiñe sus bengalas de finísima ternura, entrega sus versos con una mirada desértica en la multitud.


Del amor sugiere un amor recordado en un pasado onírico “cuando el sol era sol” “un riente pan de niño”. Desbarranca su narración al brío del poema desnudando la imagen pura del verso extenso, a veces vallejeano en la puntada final del poema. Valiente el poeta, desprecia la farsa del mundo literario y la destrona; jurídico de hiel contra sí, levanta en resurrección el verso, enarbola la poesía como germen de vida, su deidad es su sustantivo, el nombre: la poesía: la salvación: la palabra; el fundamento piedra primigenia, gen del infierno poético.


Bebo sus versos en tiempos largos, maratónicos, labrados con aliento encendido en la sensación de ausencia del colectivo sacramental; llego a un momento ebrio de confusión entre el silencio –el recuerdo- la vida y el amor de los absurdos, nútreme el tropel metafórico en insensato sueño, en la aclamación repetida de olvido triunfal del poeta, huérfano de nombres, sustancia poco probable de volverse única.


Aparece incandescente y corcoveante, un Eros carcomido por la reflexión, la pérdida absoluta de la sinrazón cauta, animando la crueldad del anonimato: Eros errabundo en la ternura. La preceptiva literaria se difunta luego; me pregunto si éste no será un Quevedo de las mareas literarias posteriores al uranio empobrecido: es más bien, digo, la placidez intemporal de real amador y enamorado profundo.


Su sentencia es sin acápite, poesía para leerla “de puntillas”… “con bastante octubre”.

Su profunda reflexión interna del colectivo humano rebasa los nombres, siempre en la arena teológica que busca el amor perpetuo, el fin del hastío.


En otros momentos, crea antipoemas y artefactos que asimilan vertientes del Parra neoyorquino; surreal en el pecado social, aplica pro silicios al oficio del propio desadoquinado y furioso fuego de picapedrero:


Cuando me preguntan si he leído

a tal y cual afirmo siempre

que no he leído nada, que ser

poeta, señores, es sólo

una simple desgracia.


Ante eso oído, bebo aún más, sobre mi apaleado corazón atolondrado, entonces, luego de haber recibido las lumínicas y proas huracanadas del “Anarquista de las Bengalas”… un aliento cruento me obliga, con afecto, a naufragar de sed en la poesía imperecedera de Santiago Montobbio. Trascribo, finalmente,

Recuento:

Me es difícil, me es muy difícil saber cuántas veces he muerto

o cuántas veces conmigo ha muerto el mundo, cuántos, cuantísimos

ejércitos de adioses triturados o qué pobladísima selva

de relojes, adioses y cuchillos

se apretaban incendiados cada vez que subastaba el azúcar de los tiempos

al primero que me diera una esperanza

y más incluso o todavía cuando en la noche ya ronquísima

lluvian eran las horas al pasarlas comprobando hasta qué punto

imposible es el recuento de lo que llega

a amar un corazón mordido.

Referencias:

[1] en palabras de Walter Benjamin

Ricardo Torres Gavela

Quito, a 11 de agosto de 2008

Horca de Hielo

Este ser que mortifica el sueño.

Este ser que me arrebata dentro.

Este ser que no me cabe extinto.

Este proscenio en zozobra y quiebra

aparece en el terror que me mira.

Asedia la mañana en cascarón del cielo

como exhausto presente. Como atardecidas muertes.

Recurrentes ráfagas de tisis acromia el iris

loando sílices corpóreos entre rieles femorales.

Me revientan en decesos;

la luz un cuchillo sin ceniza que al signo que respira lo atenaza.

¿Quién lluvia el circular que inspira

esas aparejadas leguas en secreto cambio?

Alabadas obscuridades de estos sucesos cruentos;

escuetas volutas de involución incineran en griterío

mi muda apertura a la nada.

Pensé que el mundo corría tras mío,

sus efigies velocistas, raudas, licuan los días

y aprisionan en cautiverio noches ilimitadas;

vuelan carcajadas sin alas ni violeta viento,

ciñen entrecruzados garfios de dádivas metálicas;

el trote de metálicos veleros inunda la ciudad de bárbaros destellos.

Este ser que antes de mí fuera un vocablo de ensueño,

este cautivo en mi ruin despertar será un amor interfecto,

esta horadada estación me transpira con hálitos que ansiedad clama,

este sinfín de minúsculas voces en que adviene la eternidad hiriente.

Sesgo las plantas de noveles caminos

y obnubilado y veloz me detengo

enfangadas aguas de inmóviles profanos;

en su risa enrojece el crisol de infames aventuranzas,

en su espalda amanece el puñal de deleznables cofradías.

¿Dónde estoy? ¿dónde? Oteros lívidos.

Y ¿por qué el respirar presiente ahogo?

Dirijo mi señal a rumbo infecto, hoja de puñal escueto

mas, la serpiente destrozada, extinto símbolo,

el tráfago de bocanadas hediondas y fieles que avaliza endechas,

la muchedumbre arremetida en su propio río ¡fluido pestilente!

Mi mano se entrevera en las señales,

y huyo con creciente espanto

por las fauces de este tronar que pinta en mi sangre plomo

gris de creciente industria, estando muerto el porvenir, reviente.

Esta promesa de ser está ido, ir y venir: estación y olvido

no norte no hay sur que muestre fanal,

el tibio amanecer un suicidio adolescente

vendaval de cálidas vestales anuncian ¡ya! vaginas al dolor.

Se yerguen ante mí, invisibles profecías

inescuchables sinfonías arremeten perdición

atándome al confín de incalculables distancias.

Enhiesto mi frenesí es hombro caído.

¡Oh ayes! ¡Oh vacío patrimonio!

La miel efervescente se acoqueta al frío.

Los ánimos como vientre colado al tapiz se acuestan.

Tonos de alambre incineran las insignias neuronales.

Octubre puede ser el mes en que la horca sombría

desmenuce elevados silencios, sobre anegados gritos.

QUITO INSEPULTA. Réquiem y plegaria

Quito se descompone en jirones pestilentes. Quito empañada de mugre ensucia las pestañas, hiere los ojos, tintura de plomo la garganta, llaga la piel, acrecienta la tos, acentúa el estornudo, descompone el espíritu de los quitus.

Quito se expande como una costra eccematosa bajo la vista incólume del volcán Pichincha, sus llagas infectas ascienden por las estribaciones que llevan a la cima. A la “Libertad”.

Quito se enreda en el tiempo clavada de hierros en la tierra, maniatada con verjas de espanto, alambres de odio, puertas anudadas, tubos enmohecidos, recosida de cables guindantes, alarmas estridentes, armas recortadas y ogros de chaleco antibala en los portones.

Quito hiede en las paradas de los buses, en el trole pus, en las avenidas, en las “Amazonas”, en las bancas cuarteadas del parque, en la ropa de los pasantes.

Quito empañada de lacras chorreantes en sus viejas cuadras, con charras pegajosas en sus antiguas calles vivaces, Quito maquillada con afeites de pacotilla: están manchados los altares de sus templos.

Esta Quito, cadáver con tentáculos infectos, avanza a la chacra y la engulle, emporca las aguas de los ríos, pudre la vegetación con sus emanaciones, arrasa con nidos y avecillas; su inercia destructiva se introduce en las selvas aledañas y acaba con los valles, sus graneros, su prole natural y bella, sus quitus, seres ayer bravíos, atrevidos combatientes.

Quito, madre mía de los Andes, ciudad insepulta, recibe este réquiem silencioso por vos, por tu antiguo cielo.

Mas, sobreviven tus verdugos, madre, aquellos a quienes no pariste. Quienes contagiaron su lepra, quienes saquearon y lactaron sin piedad de tu abundancia, ellos están aún en pie, atorándose de infamia. Esos magistrados, ediles, alcaldes, regidores, concejales, inspectores, vigilantes, veedores, crápulas y arranchadores, aupados al cetro y al sillón de tu belleza, se abalanzaron a gozar de tus riquezas.

Tú, Quito, fuiste robada. Los ambiciosos, ímprobos, se apropiaron de tu simpleza y candidez para timarte. Allí, aparece, de entre tantos, el bostoniano, Alcalde de buen inglés, edil de la dictadura militar y, en el retrato, de porte sajón. Socio, compadre y pana de los Wrigth, se llevaron por ordenanza municipal y sin esfuerzo, el pedazo nord occidental del parque de la Carolina, antiguo Iñaquito, cual dádiva del poder, regalo para el desarrollo del capital, impulso a la inversión y plata para sus arcas familiares.

Su fuerza persecutoria incidió sobre el vendedor ambulante, el voceador, las habas, la motera, el chulpi-chochos de las diez de la mañana. El alcalde envió sabuesos, hordas uniformadas, recorrió la ciudad el camión–prisión enrejado, la carcelera, para incautar el alimento que compra el obrero, el trabajador de oficina, el mensajero, el estudiante de la facultad que sale con hambre. Acciones concretas a nombre del ornato, para eliminar al informal y favorecer sus empresas. Arremetió contra mendigos y menesterosos, encarceló la poesía y la protesta. Derrocó la biblioteca nacional, escupió nuestra cultura. Ese es el bostoniano quien hoy, con su mitra y su cayado, asiste al oficio de Dios, en la iglesia de La Paz, para rogar por sus empresas, sus megamaxis, sus proincos, sus proesas. Y, para lograr su perdón, éste, cristiano condenado, escucha a Mozart en secreto.

Otro siniestro verdugo de ti, madre Quito, no hace mucho, fue un medio-oriental sin condición, medio-ocre, demócrata verdoso, medio-vivo, un mosqui-muerto, médium-sauna; émulo de la audacia y buscador de fortuna a rompecinchas; de ansioso roce social, rascador de celebridades nacionales, adulón de alcurnias, amigo de los amigos, fiestero y pericón, primer invitado, agasajado y agasajador, peón de los grandes, verdugo del débil.

Ecónomo adoctrinado, testa de conventículos keynesianos, facilitador de atracos y atracador, campana de huidos, pana del dólar, actual y perpetuo fugitivo, pirado del Estado nacional e ido presto a adorar, con sorna y cinismo, los soles y nieves insípidas de los estados hundidos.

Con su plan metropolitano, madre, te vistió de porno-miseria y de caos espeluznante. Blanqueó con brocha gorda el billete verde e impulsó con su soplo la volátil perica. Preclaro estafador, vendió un puerto ajeno a los perversos. Al suelo de tierra negra le impuso alquitrán, a las ferias de canasto y shigra les trocó en funda y coche. La piedra sellar se esfumó en ceniza, el adoquín de piedra de las cuestas, la piedra basa de los portones, la piedra cóncava receptáculo de la fuente de agua de la Plaza Sucre… en quién sabe cuál lejana vía, en qué cimiento neo-rico habrán terminado.

Hasta un soldado tienes ahora, ciudad madre ¡pobre de vos!, escarbando las gusaneras de tu faz, otrora viva y vivaz, morena y sonrojada; agora mimetizada tu inánime máscara mortuoria con falso resplandor de eléctricos reflejos. Madre atravesada por irredento pasado, por salvamento ignorado, cuarteada por terciarizada usura.

Los gases de tu descomposición se adentran por las hendijas de mi escotadura cerebral y envilecen mis sueños. Retumba el avispero de tu aparato atronador hacia los cielos, partículas de amianto enfrentan las aves con el ruido, no podemos respirar: expira el vivo en el cadáver en que vivo.

Pululan en sobrados espacios los tronos de torpeza, las efigies gastadas y el recuerdo de viejos tiranos; héroes del mal gusto, mamotretos abandonados a la ceguera del paso diario, grotescas y toscas figuras del descalabro de ese simple y silencioso recuerdo. Quito, monocroma al sentido. Tus residuos putrefactos viajan alrededor, extraviados, faltos de descanso, no van a reposar jamás, topan vecindades y caminos, pueblos y quebradas, no parece hay sitio, ni dípteros, ni tierra; sin embargo, la “inteligentzia” militar ha encontrado buen destino: allá, más allá en el tiempo, lejos del conocimiento y la curiosa trama del cerebro. En el santuario del origen de los quitus, allá, en esos parajes reales del Inga, en dónde el hombre temprano talló la ciencia en los albores de su vida. Allá están y van a parar en monstruosas toneladas tus plásticos retorcidos, tus latas achurruscadas, tus toallas ensangrentadas. Tus excretas ilimitadas. ¡Eso es heroísmo soldado!
Gran Héroe de la Basura.

Yo siento dolor por vos, madre Quito, llena de detritus. El copón de nuestro sufrimiento al verte muerta, vierte, más que sangre, vinolencia.

Ahora, no voy a mostrar un visaje de horror ante tu cadáver que alimenta las rapiñas, ya nada puedo decir a los funcionarios, fauna del cadáver, gusanos que engullen la carroña y se nutren de tu descompuesta suerte.

Te pido, madre especial, cuando llegues al paraíso de los diez millones de habitantes, cuídanos y protégenos porque tú eres madre de muchos, madre de los vagabundos y de los artistas, madre de poetas excluidos, de pintores desconocidos, madre de las prostitutas, de los lustrabotas, de los vendedores de fruta, de las señoras con guagua al dorso que venden tostado, madre eres de todos los transeúntes, eres madre de las madres que a diario dan a luz en la maternidad de La Alameda. Madre de los pordioseros.

Ciudad de Quito, metrópoli latinoamericana, patrimonio de la nada, cuando toda tú vayas al Inga y llegues a la eternidad, ruega por nosotros, los venidos a vivir en tus faldas de volcán, los gentiles asfixiados, los quiteños: los quitus apestados, rostros desencarnados del “vulcano park”.

Ricardo Torres Gavela.
Quitu Poeta Quitu

Quito, 20 de enero del año 2006

El campesino José Tonguino, habitante de la Comunidad de Palugo, vecina a las comunidades de Ingas Alto y Bajo, Itulcachi, Barriotieta, Cocha y otras, fue asesinado mientras las Fuerzas Armadas y la Policía ocuparon la región durante fines del año 2002 e inicios del 2003, por disposición del Edil de Quito,empeñado en botar toda la basura de la ciudad, en El Inga, sitio arqueológico, santuario del aparecimiento del Hombre Temprano ecuatoriano, Espejo de Obsidiana de la Historia nacional.

Peste en el Ecuador

La peste bubónica, peste pulmonar, peste septicémica, peste negra o muerte negra, como se denominó en la Europa de la Edad Media, a la enfermedad producida por el bacilo de Yersin, (Yersinia pestis), epónimo adjudicado al microbiólogo suizo Alejandro Yersin, quien describe esta enfermedad infecto-contagiosa, luego de haber aislado este bacilo durante una epidemia producida en Hong Kong, enfermedad que se propaga al ser humano por intermedio de los ectoparásitos de la rata, la pulga llamada Xenopsylla cheopis, ingresa al Ecuador, según las primeras descripciones documentadas, en los primeros meses de 1908, por el puerto de Guayaquil, propagándose a las demás provincias, siguiendo las vías marítimas y fluviales.

Entre 1909 y 1929, se diseminó siguiendo la vía férrea hacia la zona de la montaña andina, afectando principalmente a las regiones de Chimborazo, Tungurahua, Bolivar y Cotopaxi. Desde entonces se han producida algunos períodos epidémicos entre 1908 y 1939 con 11828 casos y 5135 defunciones ; el producido de 1940 a 1959 con 1.171 casos y 269 muertes registradas ; otro período de reinfestación se produjo desde 1960 a 1976, afectando la región de Chimborazo ; entre 1977 a 1999 se focaliza la epidemia en algunas regiones de la costa y en los andes ecuatorianos.

En el pasado mes de mayo, en una de las provincias andinas de la república del Ecuador, se produce un rebrote de la epidemia de yersinia, debido a las condiciones sanitarias deficientes y a la pobreza de la comunidad indígena de la región de Guamote, Chimborazo. La presencia de la peste se confirmó por vía serológica, luego de un estudio epidemiológico realizado por la OMS/OPS/CDC, determinándose once decesos debidos a la forma pulmonar de la enfermedad.

Pero ésta, es solamente una de todas las plagas que azotan actualmente a este país sudamericano. Desde el año de 1999, la república del Ecuador pierde su identidad monetaria por la imposición del dólar estadounidense, el retiro de circulación y la incineración del « Sucre », la moneda nacional, produciéndose una profunda crisis económica en las clases medias y bajas del país ; en noviembre de ese mismo año, se instala una base norteamerica en el puerto de Manta y el Ecuador empieza a formar parte del plan militar norteamericano denominado « Plan Colombia », destinado a atacar a las fuerzas insurgentes colombianas. Dentro de esta misma línea guerrerista, la frontera colombo-ecuatoriana sufre desde hace cuatro años la permanente fumigación de la zona limítrofe con « Glifosato », potente tóxico que, so pretexto de terminar con las plantaciones de coca en la región del Putumayo, está diezmando con la vegetación, los animales, las personas de la zona y generando múltiples pérdidas económicas para más de cien organizaciones campesinas.

La peste se propaga aún más, ahora dentro de las aguas del mar teritorial. Desde el año 2001 hasta la fecha actual, fueron hundidos numerosos barcos pesqueros de bandera ecuatoriana por fragatas estadounidenses dentro de las docientas millas naúticas de soberanía ecuatoriana. El pescador ecuatoriano Carlos Llorente demandó judicialmente al servicio de guardacostas de los Estados Unidos porque sus buques fueron interceptados por la Marina yanquee cuando realizaban faenas de pesca, a 120 millas de las Islas Galápagos, destruyendo las naves. Asi mismo, la Asociación Latinoamericana de Derechos Humanos, ALDHU ha denunciado el hundimiento de embarcaciones pesqueras ecuatorianas por parte de fragatas norteamericanas porque, según la política continental de los Estados Unidos « impiden la normal circulación de los acorazados estadounidenses ».

La peste continuará propagándose y eliminando ecuatorianos en un corto plazo cuando se ponga en vigencia el Tratado de Libre Comercio TLC y el Área de Libre Comercio de las Américas ALCA, lo que significará la desaparición y muerte de la economía ecuatoriana y la sojuzgación absoluta de los latinomericanos a las imposiciones del mercado estadounidense.